Ella era de las que creía en el destino, dejaba todo al azar.
Cuentan que se jugaba las noches a cara o cruz. Recomendable de jueves a
domingo y sorprendente el resto de la semana. Era de las que se dejaba sitio
para el postre, de las que se apuntaba a todo. Romántica a escondidas, con risa
pegadiza. Vestía ojos frágiles y labios gruesos. Era arte a la hora de
apagar la luz y quedarse a solas con alguien.
Él era de los que se enamoraba fugazmente, lo que duran un
par de miradas. Hacia magia al besar, sabía acariciar casi mejor que caminar. También
jugaba al amor, apostaba a doble o nada cada uno de sus besos.
Los dos se aferraban a creer que en el futuro el amor llamaría
a su puerta, decían que ahora era demasiado pronto.
Se conocieron y con una mirada decidieron parar el reloj.
Prometieron no llamarse nunca, decirse todo si volvían a verse. Juraron
quererse siempre que se encontraran. No existirían celos, no habría una palabra
más alta que la otra, nunca se dirían lo que sentían. Prefirieron creer que el
amor era solo cosa del futuro. Y él se acordaba de una canción de Los piratas: “promesas
que no valen nada”, ya era tarde.
Se levantó con cuidado para no despertarla, se vistió y salió
del cuarto. Con la camisa a medio poner le escribió una nota: “jugar al azar es
lo nuestro, me acordare todo el día de ti, pensare mil veces volver hasta aquí para
volver a besarte, probablemente las noches que salga saldré a buscarte… pero
nos prometimos ser fieles a nosotros mismos, sé que te gusta Serendipity,
anoche quedamos en verla varias veces, así que juguemos… si algún día las ganas
de verme vencen a las ganas de jugar probaras una de las 9 posibilidades o quizás
las 9 y me llamaras”, escribió su teléfono, con un número de menos y se fue maldiciendo
las ganas de volver a sentir el tacto de su piel.
Se despertó y vio la nota, una lágrima le resbalo por la
cara y cayó en una sonrisa, sentimientos incompatibles, no entendía muy bien
que sentía, quería volver a mirarle fijamente, volver a sentirse vulnerable
entre sus brazos pero no era capaz de descolgar el teléfono.
Ambos dejaban que el orgullo decidiera por los dos.
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