jueves, 15 de septiembre de 2016

Todo y nada.

Me dijeron que nada duraba para siempre y la convertí en nada; me decían que todo tenía arreglo y la hice todo. La mire a través del espejo y me salió una carcajada, si algo tenía claro es que el amor nunca podría superar lo nuestro. 
Había llegado septiembre, un tanto peculiar, caían hojas como si hablaremos de octubre, pero el sol picaba como si se tratara de agosto. Ella siempre era verano, pero con el encanto de los árboles teñidos de marrón, tenía ese toque de las chimeneas del invierno y el matiz de las sonrías de la primavera. Ella es el fin de las pilas en los relojes y la sin razón del no querer irse, nunca. 
Ella miraba y hacía sentir el corazón en todas partes menos en el pecho, no se daba cuenta que sus ojos eran como disparos a quemarropa. 
Le encantaba convertirse en cantautora dentro del coche cantando canciones que no se sabía, cuando bailaba nunca se lo tomaba en serio y sin darse cuenta bailaba mejor que todas. 
Era vergonzosa hasta para mirarse al espejo, critica con la perfección de sus caricias y perfeccionista con la locura que la hacía esencial. 
Mataba semáforos sin enterarse, paraba el tráfico, las farolas se transformaban en intermitentes, como si abrieran y cerrarán los ojos. Obligándome a estudiar primeros auxilios, hacerme vigilante de tráfico y maestro de pellizcos para demostrar que era real lo que veían las luces de la ciudad.  Y es que ella no lo sabia pero desde que la vi por primera vez, supe que podría ser todo lo que tuviera que ser para que ella fuera nada y todo, pero para siempre.