miércoles, 17 de agosto de 2016

Veinticuatro.

Podía describir cada parte de ella con los ojos cerrados, podía pintar su olor, contar a que sabían sus suspiros. 
La cama echaba de menos su parte llena, recordaba aquel movimiento de pies antes de dormir. 
Él sonreía explicándole a las calles como fueron esos besos que equilibraban cualquier pérdida de compás, los polvos que parecían estudiados y eran completamente improvisados. El se paraba en cada farola a contarles como ella, sin saberlo, atropellaba cualquier resquicio de tristeza. 
Él le reconocía al sol que ella alegro cada segundo de aquel verano. Sabía que ella tenía como oficio cumplir sueños y sabia que si su vida juntos era así, aunque vivieran veinticuatro veces les sabría a poco.
Sabía que no podía ponerle alas y cortarle las piernas, para que volar siempre fuera bonito y no una obligación. Sabía que hacerla sonreír sería una tarea que jamás debería de terminar. 
Aprendieron a morir y revivir en cada abrazo, disfrutaron de silencios, de las discusiones porque siempre acababan en reconciliación. Aprendieron que la tranquilidad era parte necesaria de la felicidad y que hay miradas que hacen temblar.
Entendieron que en su cuenta, ellos eran dos que sin uno, daban cero.