Hojas secas que se mueven a mi paso, estrenando el olor a chimenea y las primeras chaquetas puestas. Asoma el otoño y ella con él. Hace no mucho, con buen color y la playa de fondo prometí entre amigos tener un invierno tranquilo, sin nada que me ocupara hojas y menos aún me diera preocupaciones. Los cascos puestos y el fondo de las calles se van tiñendo a marrón, empiezo a darle vueltas a algo de lo que huía, algo que sin esperarlo llega de pronto, con ojos claros y pelo largo. La sonrisa instalada como si no pasaran los domingos por su vida, un toque desaliñado que choca con su mirada precisa.
El miedo en el fondo de sus ojos y la indiferencia como reacción constante van sumando a mis días el miedo a perder algo que no tengo. Ocultamos besos, escondíamos caricias y nos dábamos la mano por debajo del mantel.
Más de una noche maldije su frialdad y como si leyera mi pensamiento me daba ese gramo de calor que me hacía falta para volar. Sé que voy a echar de menos los besos que no nos dábamos, todos esos secretos que no le pude contar, se que me arrepentiré de cada una de las cosas que no le dije por miedo a alejarla.
Más de una noche maldije su frialdad y como si leyera mi pensamiento me daba ese gramo de calor que me hacía falta para volar. Sé que voy a echar de menos los besos que no nos dábamos, todos esos secretos que no le pude contar, se que me arrepentiré de cada una de las cosas que no le dije por miedo a alejarla.
Me encantaría abrazar su cintura por detrás, desatarle el corazón y prometerle que no existe un lugar en el mundo en el que no me acordaría de ella. Taparle los ojos, desnudarla, abrazarme a sus piernas y prometer que nunca más estaría sola. Susurrarle al oído todas las frases prohibidas que no nos atrevemos a decir. Si ella me dejara no existiría un lugar de su cuerpo sin besar.
Mientras seguiré pasando por las calles marrones del otoño, pisando hojas secas, con los cascos puestos y escribiéndole todo lo que nunca le diré.
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