Esto no se trata de una declaración nostálgica, más bien una exposición de buenos recuerdos. Recuerdos con sal en el cuerpo, con arena pegada y melanina alborotada.
Salias del agua con el pelo hacia atrás, con la sonrisa marcada, más guapa que Ursula Andress en aquella película de Bond. Desobedientes, mis ojos, decidieron observar como los rayos de sol te maquillaban el cuerpo y mientras yo en mi toalla empezaba a enamorarme; habían pasado solo diez minutos desde que te había visto por primera vez.
Comidas casi atardeciendo, cenas y copas conjuntas describían nuestros días de verano, ese tiempo en el que te conocí y nos enamoramos fugazmente. Uno de esos amores que aparecen en segundos, que se sienten más que ninguno pero que caducan en septiembre.
Y hoy, una mañana lluviosa de invierno, me vienen los recuerdos de aquel verano: nuestras siestas al sol, mi gorra que hiciste tuya, nuestras guerras llenos de arena, los juegos dentro del agua y los asaltos a esas noches en las que volvíamos cuando salia el sol. Fuiste el amor más intenso que recuerdo, lo sentíamos eterno, no contábamos los días, no le veíamos final. Los días pasaban entre hogueras a media noche, salidas diarias, barcos, mar, sal, arena y canciones que como nuestro amor tenían fecha de caducidad.
Recuerdo tu mirada hasta debajo de esas gafas de sol, tu torpeza jugando a las palas o tu odio eterno a la arena que siempre aparecía en la toalla.
Te prometo que no te echo de menos, como te decía esto no es una declaración nostálgica, tampoco es un vuelve, pero iba caminando bajo la lluvia y me he acordado de como te gustaba bañarte mientras nos caía una de esas tormentas de verano.
He decidido escribirte para contarte que la resaca de verano me dura diez meses, que las noches al sol siempre tendrán tu nombre y que cuando me acuerdo de los días que estuve enamorado de ti la sonrisa se me pone hasta dormido.
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