Te conocí de casualidad, usabas una mirada tímida, con unos labios que hablaban de todos los besos que no habían dado por ser muy caros.
Te noté el corazón frío, recién sacado del congelador y me contó que tenías miedo a sacarlo por temor a no sentir.
Te cerré los ojos con la yema de los dedos y te susurré que no existe felicidad sin miedo a perderla.
Me reconociste ser de las que esperaba el tren en el aeropuerto por el miedo a dejarse llevar, que muchas veces llorabas por las caricias que no te atreviste a dar. Te expliqué que aprendí a base de golpes y que cuando le pides a alguien que se quede, es porque se esta yendo.
Prometimos intentar olvidarnos cada mañana, para hacer de lo nuestro algo esporádico y empezar cada madrugada la cuenta desde cero. Sin deudas pendientes.
Eres uno de esos placeres inesperados, como el sol en invierno o las tormentas de verano.
Te conocí y te aparte el pelo de la cara con una sonrisa, me conociste y me diste un escalofrío al acariciarme la mano.
No sabíamos mucho el uno del otro, pero nos gustaba perdernos en la misma música, frivolizabamos hablando del amor y de esos locos que decían te quiero de verdad, sin darnos cuenta que estábamos perdiendo la poca cordura que teníamos.
Llega septiembre y te intento explicar de mil maneras estas ganas de verte constantes, siendo la única acertada que observes esta maldita manía de mis ojos de no apartarse de ti. Y cuando llegue el final, podremos contar en un futuro de aquel amor que fue por aprender a estar juntos siendo libres, contaremos de aquel amor que no duro toda la vida porque la traspasó.
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