Su mirada pintaba miedo y su voz enloquecía cuando las
copas de más la desinhibían. Me contaron, en un descuido, que entre amores
nunca había caído de pie y le aterraba la idea de descuidarse y volver a caer, precavida
ahora siempre se andaba con ojo y no tendía su mano a no ser que le dieras el
brazo. Y mientras ella evadía, evitaba y se divertía, yo temblaba de frio y
juraba mantenerla en pie siempre que cayera conmigo. Me atrapo con sus defectos,
los que a su vez hacían mayores las virtudes, era de esas que cuanto más conocías
menos veías los primeros y más las segundas.
Su mirada no era cualquiera, aunque no sabría bien
describirla podría decir que era de aquellas que tienen miedo y necesitas
cuidar, de aquellas que tiemblan si empiezan a sentir, de aquellas en las que
ves a través.
De dos tragos largos me termine la segunda copa, me
dispuse a dar un paso más: volví a por la tercera al darme cuenta que había
sido en falso, tenía una coraza que repelía cualquier intento de cariño. Le
odie tantas veces como la necesite, la evite casi las mismas que la busque.
Recuerdo un momento, mientras balbuceaba por los nervios
que arañaban los pocos centímetros que había entre su cara y la mía, la miraba
fijamente, alternaba ojos y labios, ella siguió el mismo recorrido y yo me
envalentone, pero algo me paro, puede que el miedo a su miedo o el miedo a
quererla para siempre o a lo mejor fue el miedo al rechazo, pero me detuve en
seco, sonriendo para esconder lo frágil que me hacía sentir.
Y algún día, tal vez, pierdo el miedo a su miedo y
sonriendo le enseño que en el dolor está el valor de la felicidad, a lo mejor
consigo explicarle que por ella me haría experto en el arte de hacer reír,
fabricar alas para no caer o curandero para sanarle todas las heridas que todavía
no cicatrizo. Y tal vez, llegado ese día, entre sonrisas y nervios volvamos al recorrido
entre nuestras caras y con un beso pueda escribir otro final.
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