Decidí que nadie pudiera describir mi espalda más que mi pecho, que nadie fuera capaz de decir que alguna vez escribí algo a media tinta.
Quiero que nadie pueda decirme que no supe disfrutar cada instante, que no pueda echarme en cara que la vida fue más rápida que yo.
Somos dos haciendo Madrid, las palabras saben a poco, ninguno hablando de mañana, porque hoy es lo único en lo que creemos.
Formando puzzles con gestos, jugando a ser mayores, fingiendo saber que decir, pero con el miedo de llegar a casa y no saber de ella.
Yo pensando que la iba a perder, basándome en que en las películas de contrabando la cosas no llegan a buen puerto. Pero nosotros seguíamos haciendo Madrid, como si fuera la última vez. No hacía falta ser romántico, tampoco tenía que bajarle el cielo, porque veíamos el límite más lejos que eso.
Cada dos esquinas los labios queriendo decir: “tengo ganas de ti”, pero con esta manía de no atreverme a levantar las cartas.
Le advertí que iba a desenchufar la gravedad, que no se subiera si tenía vértigo, pero que yo estaba harto de paseos a ras de suelo.
Y es que aquel día, mientras hacíamos Madrid, me prometí que nadie pudiera decir que la vida iba más rápido que yo. O no se, si es que volvió a ser más rápida y me advirtió, que esa que caminaba a mi lado, volaría conmigo un rato.
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