martes, 17 de abril de 2018

Y me quedé.

Me dio una señal a modo de caricia que significaba: quédate. Y me quedé. 

Por un momento, tuve la certeza de que no había mejor salida que quitarnos la ropa. Y ahí estábamos, a los pies de su cama, desvistiéndonos poco a poco con una mano, con la otra destrozando el reloj, con la esperanza de poder parar el tiempo. 

Era de las que se encaraba con la luna las noches que salía, de las que amenazaba al sol si aparecía, de las que ponía en tensión a las estrellas. Era de esas que te besaba cuando le apetecía, de las que costaba sorprender. Era de las que con la sonrisa puesta disfrazaba las trescientas quince cicatrices sobre su piel, era de las que te erizaban la piel con una sola mirada. 

Y ahí seguíamos, declarándole la guerra al edredón, más cerca del techo que de el suelo. 

Me di cuenta que era de aquellas, que antes de empezar ya sabías que no serían para siempre, pero de las que dejaban cicatriz. Y como quien se despereza, estaba tatuando sus iniciales sobre mi cuerpo. 

Me miraba y sonreía, me contaba sus mil planes y entre carcajadas me descubrí arreglando el mundo desde su perspectiva. Yo que siempre fui de volar a ras de suelo, me vi entre las nubes enamorándome de un mundo en los ojos de ella. 

Ella era de esas que te quitaban la respiración mientras dormía, de las que se despertaban y simplemente se apoyaban en tu pecho, como si quisiera comprobar que seguía latiendo. 

Y esa noche me quedé, destrozando un reloj, pintando nuestra Capilla Sixtina sobre una cama, dibujando para siempres en su piel, aprendiendo a enfrentarme a la luna, suplicando a el sol que no saliera nunca. 






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