Te conocí la primera noche de otoño, las hojas no habían tenido tiempo a caerse ni el sol de oscurecerse. Te conocí vestida de negro, intentando camuflarte con la noche. Malasaña nos presentó en uno de sus bares, de fondo, sonaba música que jamás entendió de modas. La conversación fluyó como si lleváramos una vida entera quedando los viernes en aquel bar. Hacías magia sin truco, suspirabas y me quitabas el miedo a dejar de respirar. Perdimos el miedo a los silencios, los convertimos cómodos entre miradas y sonrisas. Empecé a fantasear con todas las esquinas de camino a tu casa, tus piernas me avisaban que no nos iba a dar tiempo de llegar hasta tu cama. No tenías un detalle que pasara inadvertido, cada uno de ellos mataban la poca cordura que había dejado nuestro primer beso. No es que me estuviera volviendo loco, es que no sabía si iba saber estar sin ti.
Tus tacones fundían mis ojos al verte caminar, el problema no eras tú, el problema es no saberme controlar ante el erotismo de tus caderas.
Un otoño después, las calles están más tristes y entre lágrimas malasaña me pone otra vez aquella canción, no fuiste tú, fui yo, que se me olvida de repente la forma de querer y la costumbre me hace descuidado.
Un día como hoy, un otoño atrás, me paraba en todas las esquinas desde aquel bar hasta tu portal. Y hoy lo vuelvo a repetir. Echo de menos que te quedes callada y me mires los labios, echo de menos tus abrazos al escucharme decir "jamás me voy a ir", echo de menos oler a ti. Echo de menos morderte los labios, despeinarte el pelo y que me mojes el alma con besos. Echo de menos tu delicadeza y, a la vez, tu cuerpo de campo de minas.
Y aquí estoy, un año después, sin encontrar las palabras para decirte que sólo en tu cama fui feliz.