Me miró desde el final de la barra, con cara de inocencia.
Me adentré en sus redes y me costó encontrar la forma de deshacer sus nudos. Sus ojos me pedían socorro y su falta de palabras cortaban como si fueran dagas.
Era de esas que no aprendías jamás a decir adiós. De las que te curan para después matarte lentamente.
Yo estaba dispuesto salvarla de su encierro en la conformidad. Dispuesto a abrirle un ojo con el que pudiera ver que el cielo tiene más tonos que el gris.
Estoy seguro que algún día su sonrisa no será un acto reflejo, una inercia incierta. Ese día, desde lejos la miraré, sonreiré y casi sin aliento me diré: ojalá nos miráramos hoy desde la barra de aquel bar.
Y es que los puzzles no los entiendes hasta que los terminas.